Pronto, la inquietud de los muleños más humildes por ser partícipes de esa costumbre llevaría consigo la fabricación de los tambores en la propia casa. Aprovechando, en la mayoría de ocasiones, latas de conserva de pescado para hacer las cajas, una cuerda con que apretar y encargando unos aros a un carpintero, sumado a las pieles y bordones de tripa, que no serían difíciles de conseguir en una localidad eminentemente rural como Mula, donde proliferaba el ganado caprino y ovino. El muleño tenía las piezas necesarias para fabricar él mismo su tambor.
Es evidente que la calidad de aquellos primeros tambores no sería muy buena, pero tampoco buscarían un sonido perfecto, esto vendría con el tiempo.
Y es así como, a medida que la tradición fue consolidándose, el pique entre tamboristas da lugar a una búsqueda en la mejora de las piezas y, por ende, del tambor, llegando a los magníficos instrumentos que hoy en día se fabrican.